Texto por José N. Iturriaga
La escritora chilena Eliana Albala Levy (Temuco, 1929), doctora en literatura, llegó a México en 1974, al año siguiente del derrocamiento de Salvador Allende. Asentada en Cuernavaca, se ha dedicado a la docencia y a cultivar diversos géneros literarios: poesía, ensayo, novela y cuento. Ha recibido diversos premios por su obra y variados reconocimientos. Sus publicaciones han visto la luz en libros y en numerosas revistas y periódicos de México, de Latinoamérica y de Estados Unidos. Leamos este poema suyo titulado “Cuernavaca doblada en los espejos del aire”, ganador de los Juegos Florales de 1984 en dicha ciudad:
Cuernavaca, puente que vuela en la espesura
aferrado al vacío
repitiendo, copiándote el reflejo
de tus jardines amarillos,
morados,
fucsia-naranjas
agresivos de espinas
o ascendentes y rojos como llamas
que tocan las vibraciones de la historia
reptando las paredes.
Mientras tanto, doblada en los espejos del aire,
/Cuernavaca,
te extiendes boca abajo
de bruces contra el sur
para alcanzar el mar
que está tan lejos.
Cuernavaca, camino de las geografías,
yendo y viniendo por las encrucijadas del planeta
distante
en la distancia del espacio-tiempo.
Llena de mundo
desde los fundadores de Cuaunáhuac.
Llena del sol y el agua del descanso
nada tienes que reclamarle
al frío del invierno.
Cuernavaca de los días cálidos,
de los vestidos descubiertos,
de las casas gozosas
que esperan fieles en los prados.
Cuernavaca de los artistas que dibujan
tu luz,
poetas de las cosas bellas
poniendo orquídeas en tus árboles.
Aquí se sientan contra el sol
para estar a tu espalda:
multiplicada huella de quebradas, calcándote
a ti misma, matemática.
Mural abierto al mundo,
mirándolo
pero sin descubrir tu cara,
sin concedernos todavía la inagotable efigie paralela
que escondes boca abajo
hacia el mar
como buscándolo,
como yéndote,
como dándote a él desde la altura
mientras saludas
—repitiéndote, saliéndote de ti—
muchedumbres de afuera
que se miran en ti desde muy lejos,
con los pies en la arena.
Cuernavaca, que existes florecida
de gente
desde hace treinta siglos.
Tus mesetas se cortan
por cañadas tan hondas
como el goce escondido
de aquellos que tallaron la obsidiana,
como el orgullo sordo de los que en Teopanzolco
edificaron la “Pirámide de los Templos Gemelos”,
hermana del gran templo de Tenochtitlán.
Teopanzolco, santuario de la fecundidad y de la
/guerra.
Teopanzolco, santuario de la lluvia
que germina en los montes.
Teopanzolco, santuario de los vientos
para que el polen de la historia se reparta
y no muera.
Cuernavaca, albergue de mi vida.
Yo también soy de lejos.
Y es necesario que levantes tu hundido rostro
y me lo acerques
para hablarte al oído.
Es preciso que pongas el oído
y el alma
que te regalo aladamente
para que puedas escucharme
desde ese cuerpo tuyo esbelto y alargado
que te repite prolongándose
reflejado en el aire
porque serás —llena de pájaros sonoros—
la otra cara del diálogo.
Cuernavaca, estoy sola,
pero esta oda te envuelve en mis palabras.
Dentro de ti, mi compañero
ha muerto
inolvidable
para siempre en tus brazos.
Y te quedaste en él,
(y en mí —que soy el eco
que aún respira su historia—)
primaveral, geográfica, dilecta, multiplicadamente
/viva
para siempre
en su muerte.
Con una fecha irreversible, incuestionable,
para siempre
en su lápida.[1]
[1] Albala, Eliana, Los que nos fuimos sin las cosas, México, UNICEDES-UAEM, 2003, pp. 82-86.
Texto publicado originalmente en: https://www.pressreader.com/mexico/el-sol-de-cuernavaca/20220108/282011855709906